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Adagio kamikaze

adagio kamikaze

 

A mis vecinas

Vivo en un barrio obrero, de esos sin personalidad arquitectónica ni urbanística, panales de abejas monstruosos, construidos mal y deprisa, con paredes (digo pared por ser educado con el arquitecto) de papel. Se escucha cada alegría y cada reproche, pero en mi casa somos educados, en mi familia nunca tuvimos costumbre de hablar alto, no nos gusta gritar o abanderar quejidos, ni subir volúmenes que resulten ofensivos, yo cuando quiero intensidad me pongo mis cascos, me meto en mi mundo egoísta y me arranco por bulerías a todo volumen en privado, hablamos bajito incluso a latas horas, perdón, digo altas, pero mis vecinas no, madre e hija, genéticamente acompasadas se pasan el día gritándose la una a la otra consignas como “trae la coca-cola”, “ pero por qué pollas X o Y” y lo peor, es que tienen tele nueva, seguro que muy grande para la minúscula habitación y con buenos altavoces apuntando justo a la pared/membrana contigua a donde duermo, las oigo cada noche comentar “Gran Hermano”, “Master Chef” y demás programas del estilo, como si fuera el último discurso de Stalin alentando la guerra obrera a toda una nación. Yo, en arranques de mal humor a veces, confieso que he golpeado la pared, siempre a partir de las 23:30 por respeto ciudadano, aunque lleve desde las 22 intentando dormir, porque gusto de madrugar, y ellas, bueno, alguna alusión sentirán porque bajan un “poquito” el volumen, se quejan en voz alta, pero siguen con su ocio ocioso y su altavoz puntero 3D de última generación

Esta semana lo aguanté estoico, un par de noches estaba tan nervioso que hasta dejando de fumar me encendí un par de pitis, otra noche lloré de la desesperación recordando cuando vivía solo en la montaña, en un cortijo donde el silencio nocturno hasta asustaba, se oían incluso las estrellas bostezando, el descanso era obligatorio allí para el alma.

Pero esto es la ciudad, la guerra urbana, así que viernes por la noche, después de una semana de nominaciones absurdas en la TV decidí contraatacar.

Es cierto que quizás intentar dialogar sería una opción, llamar a su puerta y decirles “mira, me levanto muy temprano y necesito dormir”, pero confieso que me da vergüenza, porque también es cierto que no es que sean “killers” del volumen, ellas disfrutan con eso y lo respeto, lo que no entienden es que a mí su ocio ocioso no me interesa en absoluto. Ser educado, sólo serviría para que me mirasen como a un loco. Ellas están acostumbradas al griterío, las altas voces y las paredes/membranas de papel, me escucharían, me dirían “si, si” y volverían con su adorado “Gran Hermano” (por cierto, ¿de qué va eso? no tengo nada en contra de los concursos, de competir, de plantear estrategias, de superarse, pero eso no lo entiendo).

Así que, dado que mañana es mi día de descanso, de mi “nada”, no ejercicio físico, no madrugar, sólo descansar, decidí egoístamente vengarme.

Y mi venganza no fue golpear la pared, ni tocar su puerta, ni gritarles. Mi venganza fue poner mi pequeño altavoz apuntando directo a nuestra pared/membrana contigua, como los cañones de una gran armada naval cristiana dispuesta a hundir a los Otomanos, y hacer sonar el concierto para piano Nº 23 de Mozart, especialmente a buen volumen su segundo movimiento, el adagio, dónde la fuerza, lo romántico y la calma se conjugan perfectamente, ingenuo pensé que entenderían el acto transformador de la belleza, me las imaginé llorando y temblando en el suelo bajo el síndrome de Stendhal (si, soy demasiado iluso para este barrio) pero ellas contraatacaron subiendo el volumen, me enteré que una tal “Adara era la favorita” y “que el maestro Joao era un falso y que “les faltaba coca-cola”, no me rendí, y si el 23 de Mozart no fue suficiente emprendí la contienda otra vez con el concierto para piano Nº 20, insistí con Mozart por ser clemente (la dodecafonía de Shoemberg era la artillería pesada que me reservaba para casos extremos, sólo en previsión de una guerra nuclear mundial me atrevería).

Su volumen fue incontestable, me creí aplastado, su tecnología era mayor, pero recordando las estrategias de un Blas de Lezo del siglo dieciocho defendiendo Cartagena de los ingleses ( en clara inferioridad y aprovechando su experiencia) hice acopio de mis armas armónicas, acerqué más mi altavoz a la pared, volumen 6 de 10, la misma pared empezó a vibrar ligeramente, entonces me dije “no podrán con Beethoven”, el heavy metal de la época, así que me arranqué con su séptima sinfonía, era fuerte al inicio, hermosa, real en el sentido de “realeza”, relajada pero incontestable en su primer movimiento, había una regia y tensa calma allí, pensé que eso las haría recular aunque en su vida hubiesen oído música clásica más que en algún anuncio de TV, me dije “el segundo movimiento es capaz de hacer llorar a un minotauro furioso, eso las aplacará». Esperé todo el primer movimiento, volumen 7 de 10, ya las paredes a ratos vibraban un poco más, “cuando empiece el segundo van a flipar” me decía yo iluso, pensando que lo que para mí era belleza lo sería para ellas también, motas de pintura empezaron a caer del techo. Pero no hubo respuesta satisfactoria del otro lado, hablaron aún más alto, el hermano de la hija que gritaba al otro lado era un capullo, y sus compañeras de clase también, y el vecino, y el colega, y el otro, y el otro, Jorge Javier alentaba a Belén Esteban a reprobar a otra concursante. Me aumenté, 8 de 10, sin embargo su altavoz era claramente más poderoso, pensé que la batalla estaba perdida, pero no contaron con mis conocimientos técnicos, recordé que EEUU ya está trabajando en el campo de las armas sónicas (deben de haber tenido ya varias vecinas como las mías), acerqué el altavoz a la columna maestra del edificio que pasaba por mi casa, subí al 9, y aunque mi sonido fuese menor que el suyo, hizo reverberar a Beethoven en cuatro plantas a mi alrededor. Lo que intentaba era conseguir un fenómeno físico llamado “cancelación activa de ruido”, pero a lo bestia, es muy sencillo: el sonido se transmite en forma de ondas sonoras. Diferentes sonidos provocan diferentes ondas sonoras que se suman entre ellas para dar una sola onda (que es lo que nuestro oído percibe). Cuando tenemos ondas sonoras de la misma frecuencia en un mismo espacio hablamos de interferencia. Estas interferencias pueden ser constructivas o destructivas, según si la onda resultante tiene una amplitud mayor o menor a la onda de interés. Yo ya quería destruirlas a ellas y a Tele Cinco. La vibración de poética pasó a real, un tsunami en Indonesia era una broma en comparación a esto, decidí en ese momento acabar como un kamikaze japonés por su emperador, mi emperador era la paz y el silencio, y aunque cómico/dicotómico, en aquel momento decidí morir por mi causa.

El segundo movimiento de la séptima de Beethoven por fin empezó, promete tormenta ya en su comienzo, pero se va relajando en su tensión romántica, hay de repente jardines clásicos, calma, lagos en quietud, pero no abandona lo que vendrá después… ¡tan tan tan taan tan!, el tempo recordaba juegos de niños al principio, la séptima avanzó, y en el momento del “tan tan tan taan tan” la vibración encontró su hueco perfecto en la columna maestra, mis vecinas sólo pudieron intentar alcanzar el mando a distancia justo en el momento de la expulsión del último concursante de “Gran Hermano”, cuando el edificio, al final del movimiento, se empezó a desmoronar.

La causa era tan universal entonces que mi tía y mi madre (silenciosas, respetuosas y educadas) se convirtieron en ruidosas víctimas colaterales de esta guerra por el respeto mutuo, golpeaban mi puerta preocupadas mientras los adornos empezaban a caer de las estanterías, yo seguía enfrascado en mi batalla por el decoro, ya no me importaba nada más que la victoria, la lección era lo sublime, Beethoven se convirtió en mi arma de destrucción masiva-misiva.

Todo tembló, y cuando el primer ladrillo cayó delante mío esbocé la sonrisa más sincera de mi vida.

La justicia bebe sangre a veces. Los sacrificios humanos no son nada nuevo en la historia, hoy se llaman “víctimas colaterales”.

En los informativos y periódicos de los días siguientes comentaron como en un barrio obrero de Sevilla se vino abajo un edificio entero sin causa aparente, dejando decenas de muertos y heridos. Días de entrevistas a los arquitectos, testigos oculares, familiares destrozados, banderas a media asta. Alguien comentó que creyó oír música en el momento del derrumbe, pero pasó desapercibido.

Hubo guerras ganadas con el silencio del respeto. Hay kamikazes que mueren sonriendo. Desde la tumba de Beethoven se escuchó una carcajada.

Larga vida al emperador.